lunes, 16 de noviembre de 2009

Monstruo de su laberinto

Leo a Francis Ponge. Me llama la atención cómo poéticas en apariencia opuestas como la del simbolismo, que busca atrapar la realidad oculta con su red de metáforas, y la opción por un lenguaje lo más trasparente posible, en el que el objeto trata de imponerse sobre el habla y desde luego sobre el que habla (Ponge, William Carlos Williams...) parecen responder a la misma obsesión por decir "el nombre exacto de las cosas", con el que soñaba Juan Ramón. Vienen a mi memoria unos versos de Ingeborg Bachmann: Wie ertragen's die Namen, die Namenlosen zu tragen? (que, de una forma un tanto apresurada, podrían traducirse así: "¿Cómo soportan los nombres/ cargar con todos los que no tienen nombre?"). Una y otra vez el poema se abre al enigma que vincula el nombre y la cosa, vínculo tal vez sólo enigmático para nosotros, seres lingüísticos para quienes la carencia de nombre se presenta como la forma suprema de la indigencia.
Mucho tiene que ver con esto el viejo mito según el cual Adán, por decisión divina, dio nombre a todos los seres que habitaban el jardín del Edén. Sin embargo, me asalta la sospecha de que el mito ha sido mal contado. Tal vez Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso precisamente por poner nombre a los seres. Tal vez sea el nombre la puerta cerrada del Edén y la espada de fuego que custodia el jardín. Si esto fuera así, el poema quizá conserve algo de rito inconsciente, de ritual en el que se renueva el relato mítico: el poema como paraíso a la vez recobrado y perdido, perdido en el mismo momento en que se recobra. Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, como en el misterioso título de Soto de Rojas. Pero el barroco sabía que el símbolo del jardín es hermano del símbolo del bosque, y ambos lo son del laberinto: aun esos pocos que se adentran en los jardines paradisíacos experimentan el extravío, la sospecha de que el ovillo de Ariadna, al desenredarse, va formando otros nudos, teje un nuevo y más intrincado laberinto.