martes, 3 de agosto de 2010

Infancia y cine


El azar ha ha hecho que haya visto, con muy pocos días de diferencia Toy Story 3 y El violín y la apisonadora, la primera película de Tarkovsky (no el primer largometraje, que, como se sabe, es La infancia de Iván). No soy tan posmoderno como para meter en el mismo saco obras tan dispares. Toy Story es un ejemplo admirable de cine comercial bien hecho, mientras que la obra enorme de Tarkovsky (enorme en calidad, no en número de películas, que es francamente exiguo) es un bocado no apto para todos los paladares, pero, al mismo tiempo, se trata, sin lugar a dudas, de una aportación tan personal como imprescindible a la historia del cine.

Sin embargo, si, de manera un tanto caprichosa, hoy traigo a colación estos títulos, ello se debe a que, desde perspectivas muy distintas, ambas películas nos proponen un retorno al territorio no siempre placentero de la niñez. Si el final de Toy Story nos presenta un emotivo rito de paso, el definitivo adiós a la infancia, El violín y la apisonadora relata la peculiar amistad entre un niño y un adulto, una historia en la no se nos hurta la crueldad del mundo infantil ni la frecuente incomprensión por parte de los adultos. Podría citar muchos otros ejemplos de cómo el cine ha sabido retratar la niñez (y muchos más casos en los que no ha sabido hacerlo), pero hoy quiero quedarme con esas dos miradas: la del joven que entrega su último juguete a una niña pequeña, la del niño que mira, con impotencia, a través de una ventana, mientras su madre, ajena a la pequeña traición que le ha obligado a cometer, le llama insistentemente desde el salón.

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